Gracias a ese libro me he dado cuenta de que toda mi vida he disfrutado leyendo y escuchando a cierto tipo de intelectuales entre los que incluyo a Serna mismo: el tipo de intelectuales que son capaces de hacer los análisis más sesudos, que leen a los autores más abstrusos, que perciben sutilezas sorprendentes, y que a pesar de todo se comunican con un lenguaje sencillo con los demás. Este tipo de genios que admiro tienen un valor agregado porque son capaces de demostrar que un lenguaje simple no es irreconciliable con las palabras cultas o con las terminologías arrogantes; demuestran que el lenguaje es un arma en extremo sutil que no debe estar atestada de palabras extrañas, sino que puede estarlo si se requiere y el contexto hace ver a una palabra, en otras situaciones rara, como totalmente natural. En resúmen: la sofisticación debe ser límpida en el lenguaje, nunca obscura o complicada.
Personas así las he encontrado en muchos campos: el periodista científico Mauricio José Schwarz, que me enseñó con su blog, El retorno de los charlatanes, a apreciar la actividad científica, a establecer una feroz contra a los absurdos religiosos e ilógicos y a darme cuenta de que la ciencia no es tan inalcanzable como suele pintarse; el político y politólogo español Juan Carlos Monedero (que Schwarz desprecia, a propósito), quien en una conferencia a la que yo asistí sobre su último libro en ese momento (yo estaba en la preparatoria) contrastó totalmente con las autoridades de la BUAP, las que con toda la etiqueta política asquerosa le presentaron y le cedieron el micrófono, al rechazar el micrófono y bajarse de la tarima para hacer una conversación sumamente amena sobre la historia de las democracias latinoamericanas y conceptos de politología avanzados, intercalando su charla con anécdotas en las que contaba sin asomo de soberbia cómo discutía con el intelectual alemán Dieter Nohlen sobre cualquier tema; el genio en estadística Hans Rosling, creador de Gapminder que en sus videos y conferencias demuestra con increíble erudición cómo la visualización de datos puede ayudar a comunicar fácilmente los fenómenos más inasibles; un profesor de literatura que tuve, llamado Frank Loveland, doctorado por Harvard, que en ningún momento le molestó que le hablara de tú; mi profesor de historia de México de la universidad, Leonardo Martínez Carrizales, que nos instó a leer textos pesados en todo momento, cargaba de muchísima información sus clases, que a pesar de todo era capaz de seguir una línea narrativa por tres horas sin fallos, y que siempre pidió que nos esforzáramos por elaborar comentarios y preguntas claros e inteligentes; el escritor argentino, Hernán Casciari, que escribe con gran destreza literaria sobre anécdotas de su vida, aparentemente frívolas, que muchas veces van cargadas de mensajes profundos y metáforas engañosas: por la facilidad con la que se entienden y la carga de significado que esconden... y un largo etcétera.
Quizás en esa misma categoría entra Gabriel García Márquez, y gracias a ese mismo hecho tal vez se deba su popularidad. El hombre ganó un Nobel, y así y todo la gente le dice Gabo. No me sorprende. Lo que más destaca de él —en mi opinón— es que lleva al extremo esa cualidad del lenguaje —al mismo tiempo profundo y sencillo— de la que hablo. También por eso admiro a José Saramago, que fue capaz de decir en su discurso del Nobel algo como:
Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: "José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera". Había otras dos higueras, pero aquella, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera. Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba.Muchos más personajes se han hecho famosos por esa misma cualidad: Albert Einstein es un ejemplo de cajón, así como Richard Dawkins, el biólogo evolucionista y ateo militante; Steven Pinker, el lingüista, psicólogo y sociólogo, o los economistas Paul Samuelson y Paul Krugman. Todos grandes comunicadores. Vaya, hasta una revista de una materia tan usualmente gris como The Economist ha ganado su fama por esa misma razón, evidenciada en su Guía de estilo, que tan sólo en su primer párrafo otorga un mensaje clarividente: "Clarity of writing usually follows clarity of thought." (La claridad en la escritura usualmente se debe a la claridad de pensamiento).
En fin. Ciertamente fue para mí una revelación. Conecté en un sólo momento muchos puntos: literatos, periodistas, divulgadores, científicos, etc., unidos por una cualidad única que no era capaz de asir, pero que Serna me guió a entender, al escribir sobre la cultura griega:
[...] El método educativo de Sócrates, la mayética, es el arte de alumbrar en el hombre nociones que ya poseía sin haber llegado a formulárselas. Sócrates era un partero de conocimientos, no un maestro que apabullaba a los alumnos con su erudición. Presuponer que el pueblo está dotado para llegar por sí mismo a la verdad y la belleza, sea cual sea su grado de cultura libresca, significa reconocerle una dignidad que ninguna otra minoría intelectual le había otorgado hasta entonces. Nadie puede aprender si su maestro no confía de antemano en que puede hacerlo. El esplendor de la cultura griega, nace, pues, de un acto de fe en la capacidad creadora del individuo al que los mentores religiosos de otros pueblos trataban como eterno menor de edad. (pp. 28‒29)
Exacto. Todas esas personas que admiro son, en mayor o menor medida, firmes creyentes de que saber algo no nos hace en modo alguno superiores a los demás. Se reconocen ante otros como entre iguales, y así les reconocen dignidad. Un hábito mental del que carecen penosamente la mayoría de los intelectuales, quienes además se esfuerzan por agrandar constántemente la brecha entre los iletrados y los poseedores de la "alta cultura".
Ahora bien, esta discusión sobre las personas de gran intelecto y poseedores de grandes conocimientos que no son arrogantes como la mayoría de los intelectuales y eruditos, no dice gran cosa sobre un tema que inevitablemente se toca con éste: ¿cómo tratar a la ignorancia?, y específicamente: ¿cómo tratar a quienes desean ser ignorantes?
Leer a Serna me hizo darme cuenta también de algo que en un malentendido podría parecer cruel: yo no soy admirador de las escenas bucólicas del tipo: el campesino y la campesina iletrados, que poseen una gran sabiduría. Y debo insistir en que no se malinterprete: el humano inteligente, lúcido, que es campesino y no tiene bastos conocimientos del mundo por las condiciones que le ha deparado su vida, no me parece el ideal que deberíamos perseguir, porque ese personaje hipotético es admirable precisamente por ser infrecuente. Casi nunca la ignorancia ha llevado a un hombre a la sabiduría. Si esos humanos pudieran leer y fueran capaces de saciar su curiosidad, serían todavía más sabios y todavía más lúcidos: ideal que, en cambio, deberíamos perseguir con humildad.
La lectura de textos retadores o el conocimiento de grandiosas historias, supone muy seguido un diálogo entre alguien menos ignorante y alguien que lo es más. Imaginar ser otras personas, en otros lugares, nos enseña a ser empáticos, extiende nuestra realidad y nos hace ser partícipes de muchas vidas. Nos hace inteligentes porque desafía nuestras opiniones y nos vemos forzados a defendernos de lo que no sabíamos que éramos capaces de pensar o creer.
Por esas, y por muchas otras cualidades de la adquisición de conocimientos —que casi siempre se manifiesta en la lectura—, es que yo creo firmemente en que ante la ignorancia debemos ser pacientes mas no tolerantes, y sobre todo no debemos menospreciar a la ignorancia, para empezar porque TODOS somos ignorantes e igualmente dignos.