domingo, 20 de diciembre de 2015

Sobre la arrogancia intelectual y la ignorancia

Justo ahora estoy leyendo un libro de Enrique Serna que no había conseguido y que estaba ansioso por leer: Genealogía de la soberbia intelectual, de editorial Taurus. Es un ensayo maravilloso en el que Serna rastrea desde tiempos inmemoriales y hasta nuestros días, los vicios de las castas y cenáculos intelectuales que tratan de alzarse por encima de los incautos e ignorantes, constituyéndose como autoridades por la vía de la palabra escrita y hablada, con una prosa ligera y metafórica que me fascina.

Gracias a ese libro me he dado cuenta de que toda mi vida he disfrutado leyendo y escuchando a cierto tipo de intelectuales entre los que incluyo a Serna mismo: el tipo de intelectuales que son capaces de hacer los análisis más sesudos, que leen a los autores más abstrusos, que perciben sutilezas sorprendentes, y que a pesar de todo se comunican con un lenguaje sencillo con los demás. Este tipo de genios que admiro tienen un valor agregado porque son capaces de demostrar que un lenguaje simple no es irreconciliable con las palabras cultas o con las terminologías arrogantes; demuestran que el lenguaje es un arma en extremo sutil que no debe estar atestada de palabras extrañas, sino que puede estarlo si se requiere y el contexto hace ver a una palabra, en otras situaciones rara, como totalmente natural. En resúmen: la sofisticación debe ser límpida en el lenguaje, nunca obscura o complicada.

Personas así las he encontrado en muchos campos: el periodista científico Mauricio José Schwarz, que me enseñó con su blog, El retorno de los charlatanes, a apreciar la actividad científica, a establecer una feroz contra a los absurdos religiosos e ilógicos y a darme cuenta de que la ciencia no es tan inalcanzable como suele pintarse; el político y politólogo español Juan Carlos Monedero (que Schwarz desprecia, a propósito), quien en una conferencia a la que yo asistí sobre su último libro en ese momento (yo estaba en la preparatoria) contrastó totalmente con las autoridades de la BUAP, las que con toda la etiqueta política asquerosa le presentaron y le cedieron el micrófono, al rechazar el micrófono y bajarse de la tarima para hacer una conversación sumamente amena sobre la historia de las democracias latinoamericanas y conceptos de politología avanzados, intercalando su charla con anécdotas en las que contaba sin asomo de soberbia cómo discutía con el intelectual alemán Dieter Nohlen sobre cualquier tema; el genio en estadística Hans Rosling, creador de Gapminder que en sus videos y conferencias demuestra con increíble erudición cómo la visualización de datos puede ayudar a comunicar fácilmente los fenómenos más inasibles; un profesor de literatura que tuve, llamado Frank Loveland, doctorado por Harvard, que en ningún momento le molestó que le hablara de ; mi profesor de historia de México de la universidad, Leonardo Martínez Carrizales, que nos instó a leer textos pesados en todo momento, cargaba de muchísima información sus clases, que a pesar de todo era capaz de seguir una línea narrativa por tres horas sin fallos, y que siempre pidió que nos esforzáramos por elaborar comentarios y preguntas claros e inteligentes; el escritor argentino, Hernán Casciari, que escribe con gran destreza literaria sobre anécdotas de su vida, aparentemente frívolas, que muchas veces van cargadas de mensajes profundos y metáforas engañosas: por la facilidad con la que se entienden y la carga de significado que esconden... y un largo etcétera.

Quizás en esa misma categoría entra Gabriel García Márquez, y gracias a ese mismo hecho tal vez se deba su popularidad. El hombre ganó un Nobel, y así y todo la gente le dice Gabo. No me sorprende. Lo que más destaca de él —en mi opinón— es que lleva al extremo esa cualidad del lenguaje —al mismo tiempo profundo y sencillo— de la que hablo. También por eso admiro a José Saramago, que fue capaz de decir en su discurso del Nobel algo como:
Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: "José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera". Había otras dos higueras, pero aquella, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera. Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba.
Muchos más personajes se han hecho famosos por esa misma cualidad: Albert Einstein es un ejemplo de cajón, así como Richard Dawkins, el biólogo evolucionista y ateo militante; Steven Pinker, el lingüista, psicólogo y sociólogo, o los economistas Paul Samuelson y Paul Krugman. Todos grandes comunicadores. Vaya, hasta una revista de una materia tan usualmente gris como The Economist ha ganado su fama por esa misma razón, evidenciada en su Guía de estilo, que tan sólo en su primer párrafo otorga un mensaje clarividente: "Clarity of writing usually follows clarity of thought." (La claridad en la escritura usualmente se debe a la claridad de pensamiento).


En fin. Ciertamente fue para mí una revelación. Conecté en un sólo momento muchos puntos: literatos, periodistas, divulgadores, científicos, etc., unidos por una cualidad única que no era capaz de asir, pero que Serna me guió a entender, al escribir sobre la cultura griega:
[...] El método educativo de Sócrates, la mayética, es el arte de alumbrar en el hombre nociones que ya poseía sin haber llegado a formulárselas. Sócrates era un partero de conocimientos, no un maestro que apabullaba a los alumnos con su erudición. Presuponer que el pueblo está dotado para llegar por sí mismo a la verdad y la belleza, sea cual sea su grado de cultura libresca, significa reconocerle una dignidad que ninguna otra minoría intelectual le había otorgado hasta entonces. Nadie puede aprender si su maestro no confía de antemano en que puede hacerlo. El esplendor de la cultura griega, nace, pues, de un acto de fe en la capacidad creadora del individuo al que los mentores religiosos de otros pueblos trataban como eterno menor de edad. (pp. 28‒29)

Exacto. Todas esas personas que admiro son, en mayor o menor medida, firmes creyentes de que saber algo no nos hace en modo alguno superiores a los demás. Se reconocen ante otros como entre iguales, y así les reconocen dignidad. Un hábito mental del que carecen penosamente la mayoría de los intelectuales, quienes además se esfuerzan por agrandar constántemente la brecha entre los iletrados y los poseedores de la "alta cultura".


Ahora bien, esta discusión sobre las personas de gran intelecto y poseedores de grandes conocimientos que no son arrogantes como la mayoría de los intelectuales y eruditos, no dice gran cosa sobre un tema que inevitablemente se toca con éste: ¿cómo tratar a la ignorancia?, y específicamente: ¿cómo tratar a quienes desean ser ignorantes?

Leer a Serna me hizo darme cuenta también de algo que en un malentendido podría parecer cruel: yo no soy admirador de las escenas bucólicas del tipo: el campesino y la campesina iletrados, que poseen una gran sabiduría. Y debo insistir en que no se malinterprete: el humano inteligente, lúcido, que es campesino y no tiene bastos conocimientos del mundo por las condiciones que le ha deparado su vida, no me parece el ideal que deberíamos perseguir, porque ese personaje hipotético es admirable precisamente por ser infrecuente. Casi nunca la ignorancia ha llevado a un hombre a la sabiduría. Si esos humanos pudieran leer y fueran capaces de saciar su curiosidad, serían todavía más sabios y todavía más lúcidos: ideal que, en cambio, deberíamos perseguir con humildad.

La lectura de textos retadores o el conocimiento de grandiosas historias, supone muy seguido un diálogo entre alguien menos ignorante y alguien que lo es más. Imaginar ser otras personas, en otros lugares, nos enseña a ser empáticos, extiende nuestra realidad y nos hace ser partícipes de muchas vidas. Nos hace inteligentes porque desafía nuestras opiniones y nos vemos forzados a defendernos de lo que no sabíamos que éramos capaces de pensar o creer.

Por esas, y por muchas otras cualidades de la adquisición de conocimientos —que casi siempre se manifiesta en la lectura—, es que yo creo firmemente en que ante la ignorancia debemos ser pacientes mas no tolerantes, y sobre todo no debemos menospreciar a la ignorancia, para empezar porque TODOS somos ignorantes e igualmente dignos.

sábado, 14 de noviembre de 2015

París



Hay algo que afecta profundamente a mi conciencia sobre los recientes ataques terroristas en París. Me incomoda muy adentro que cuando leí las noticias me sentí angustiado, preocupado, y aunque mi primera reacción fue de preocupación y de querer saber qué había ocurrido, acto seguido me mordí el labio reprendiéndome un poco por sentirme así. Me afecta en la ética, en la moral, estar conmovido por esta desgracia ajena. Me reprendo porque veo los mensajes lanzados por el gobierno de México en respuesta a los atentados, decidiendo mantener encendidos los monumentos históricos importantes en apoyo a Francia. Mi Facebook inundado de notas, análisis y reportajes sobre lo que ocurre en París. Preocuparme me hace sentir muy hipócrita, principalmente porque vivo en México. En mi país ocurren frecuentemente horrores como asesinatos, personas descabezadas, estudiantes golpeados, abusos; hay municipios enteros gobernados tácitamente por la violencia y el narcotráfico; ejecuciones extra-judiciales; fosas comunes –que tienen personas adentro-… Cientos de horrores que seguido me hacen sentirme inerme. Leo los titulares sin parpadear, a sabiendas de que nada de lo que lea es verdaderamente una noticia. En la burbuja segura en la que vivo no hay asesinatos, pero tengo amigos de otros estados. Conozco a personas que viven aterradas y sin ninguna esperanza. Son personas que no viven en otro mundo, sino en Veracruz; un amigo que perdió a varios de sus amigos que alzaron la voz cuando hace unos años Ciudad Juárez era la ciudad con mayor número de asesinatos por cada cien mil habitantes; quiero decir, personas con las que comparto el pan y la tarde. No son distantes. Me conmueve y me frustra mucho escuchar sus historias, porque al ser tan avasalladora la cantidad de casos que encuentro, que leo, escucho, que me rodean, encuentro difícil centrar mi atención a una verdadera tragedia. Cada nueva tragedia es ahogada en un mar de tragedias terribles y menores que difícilmente vemos como propias. Yo también me angustié al saber que habían ocurrido ataques terroristas en París, porque eso es una noticia. Pareciera ser un país pacífico y adelantado en el que esas tragedias son inusuales. La gente ahí está indignada, triste, enojada, asustada… y ahí es noticia.

Siria, Venezuela, la línea de Gaza, Crimea, por mencionar sólo los casos más sonados. Esos lugares son distantes en nuestro imaginario. En el imaginario de un europeo los problemas de los países pobres en los que la violencia es la ley son insignificantes accidentes, pero en su mundo un asesinato masivo es inusual. Lo que me afecta es: ¿por qué diablos pensamos que su mundo es nuestro mundo, pero nuestro mundo, el que vemos en los periódicos y el que viven las personas que conocemos es una bruma que no entendemos y no nos interesa?

miércoles, 5 de marzo de 2014

Sobre el recelo y la desesperanza

Es fácil preguntarse por qué tipo de recelos y desesperanzas voy a hablar. Quiero hablar del recelo y la desesperanza que existen en México.

En el camino a la sala de cómputo, a la computadora frente a la que estoy escribiendo, dejé que en mi mente revolotearan los lances e ideas que surgieran y que entre ellos se debatieran por lo que quería escribir. Es decir que antes de ahora no sabía exactamente sobre qué escribir. Cuando me puse frente al computador mi mente se aclaró un poco y logré entrever tras la bruma que se fraguaba en mi cabeza, dos cosas que, observo, si bien no predominan sobre las demás, son elementos constitutivos muy fuertes del conjunto de problemas que analizaba.

Hablo de la ira, y de la falta de convicciones, ¿y partes constitutivas de qué problemas creo que son parte? De los problemas de México. De los conflictos de los mexicanos.


Tengo un profesor muy bueno en la universidad, el Dr. Edur Velasco, con quien tomo clases. Bueno, pues, hace unas semanas él nos hizo una pregunta cuya respuesta en un principio no me pareció muy relevante. Nos dijo algo más o menos así:

—A ver, quiero que en una hoja de su cuaderno escriban qué piensan sobre las siguientes preguntas, muchachos: dado el gran impulso que tiene hoy en día la globalización, ¿creen que es posible que se salven solos? ¿consideran que los problemas que ocurren al otro lado del mundo los afectan a ustedes? ¿creen que pueden tratar con sus problemas dentro de las barreras de este País?

Todos escribimos nuestras respuestas, y el profesor hizo un gesto que a todos, al parecer, nos hizo ruido. Nos pidió que saliéramos del salón, y nos dijo que nos llamaría en grupos de tres para que le leyéramos nuestras respuestas. Nosotros, creyendo que se trataba de sólo una pregunta cualquiera más, pensamos que le estaba dando mucha importancia a algo tan sencillo. Pero cuando llamó al trío en el que estaba yo, comprendí por qué lo hacía.

Pasamos al salón mis compañeras y yo, y antes de otra cosa, nos dijo:

—Los paso de tres en tres, porque este ejercicio es algo muy delicado. No les estoy dando una pregunta intrascendente. Cuando responden, realmente se manifiestan; asumen una postura frente al mundo. / Esas respuestas que tienen en sus hojas son manifiestos de ustedes mismos.

Y lo que era una pregunta cualquiera, pasó a ser una postura política que mueve nuestros actos en el mundo, que nos afecta a nosotros en mayor o menor grado, y que puede afectar a quienes convivan con nosotros. Fue un gran golpe.

Pasó el episodio, pero la idea se plantó en mí, y en estas semanas ha crecido y tenido consecuencias en mis pensamientos. Todo estalló, al parecer, cuando, hurgando y perdiendo el tiempo en el muro de Fb de un amigo mío, leí que publicaba el enlace a la opinión de una película que él había visto y que yo después busqué. La película se llamaba Footnote, o Nota al pie. No la encontré en internet, pero la película prometía mucho. De entre lo que pude averiguar, la película trata de un hijo y su padre que estudiaban el Talmud, pero utilizando técnicas totalmente distintas. Ambos son docentes, y el busilis de la película se da cuando ocurre un fallo equivocado del jurado que entregará el Premio Israel, supuestamente a Eliezer Shkolnik, cuando debería entregárselo al hijo, Uriel.

La película, en sí, no fue importante -porque nunca la vi-. Lo importante para mi sucesión de pensamientos fue una parte de la opinión que mi amigo compartía en su muro: "La película 'Hearat Shulayim' (Pie de página) del director Joseph Cedar. Hizo zumbar los oídos de varios funcionarios de Conacyt, para quienes escribir tres artículos diarios en algún periódico de reconocido (por ser dudoso) prestigio muestra que el investigador en turno está contribuyendo con el conocimiento. El texto sexy frente al texto serio (la Crítica de la razón pura no podría haber sido escrita en México de acuerdo con los estándares actuales de productividad académica de Conacyt)."

La última parte fue la que me asestó el golpe final: "La Crítica de la razón pura no podría haber sido escrita en México de acuerdo con los estándares actuales de productividad académica de Conacyt".


¿Pero cómo se relaciona todo esto con la ira y falta de convicciones? Bueno, los dos sucesos que relaté antes son sólo dos anécdotas, pero ambas dejaron en mí enseñanzas muy claras. Primero, que sólo si estamos seguros de nosotros mismos podemos ser trascendentes. Con esto quiero decir que mi profesor nos hizo una pregunta aparentemente inofensiva, y no sé los demás, pero por lo menos yo, cuando me enteré de la importancia del texto que habíamos redactado, quise cambiarlo, y revisarlo y averiguar si mi lenguaje había sido el apropiado, o si mis opiniones no sonaban ingenuas.

No dudo que mi profesor realizara deliberadamente el ejercicio de ese modo tan imprevisible para nosotros. Lo que me enseñó fue la importancia de la confianza en la opinión propia, y después el segundo suceso vino a corroborar mi opinión, y vino a añadirle que no soy el único que atraviesa por ese conflicto. Tal vez esa dinámica ocurre en México, y si tengo el valor de quitar el "tal vez", entonces me manifiesto y arrojo al mundo una postura de importancia:

En México existe una crisis de falta de convicciones.


La noto en todas partes, y me sorprendió que no viera antes de estos sucesos el problema con claridad.

La opinión pública en México se compone de aquellos que desde su púlpito doctoral son generadores de opiniones. Opinan en libros, en entrevistas, en coloquios, en foros, debates, ensayos, columnas, notas periodísticas, blogs, etc. Están los doctores, los maestros, los académicos, y están los desesperados (aquí la desesperanza), furiosos, que despotrican contra el gobierno. Lectores de Proceso y La Jornada, si les interesa ser de los "opinadores" más informados, o de los que lamentablemente todavía ven Televisa, Tv Azteca, y se informan en periódicos o pasquines de baja calidad, noticieros acríticos, y conversaciones con taxistas.

Quienes, en cambio, no opinan, sorprendentemente, son mis compañeros universitarios. La dinámica de eso me angustia al punto que en un primer momento me lancé a escribir un post al respecto.

Si no son de los que se paran a gritar abiertamente contra gobernadores y diputados, o proponen marchas y/o plantones, o campañas informativas intrascendentes, no opinan nada.

¿Por qué pasa eso con mis compañeros universitarios?

La dificultad de ver a futuro nos hace tener miedo. Y ante el miedo o se esconde la cabeza o se actúa agresivamente, por lo común. Los primeros actúan agresivamente. Saben que deben temer al gobierno, y en sus mentes está infiltrada la idea, aparentemente, de que hay que tener desconfianza ante toda muestra de autoridad institucional. En ellos se nota el impulso de quien no ve otra alternativa que querer destruir aquello a lo que teme. Ellos están desesperados, pero están llenos de convicciones.

Los que me preocupan son los pasivos. Ellos voltean la cabeza e ignoran los problemas que nos atañen a todos. Los unos como los otros saben que existe corrupción, impunidad, inseguridad; saben que no se puede confiar en la policía, que hay compadrazgo, pobreza, que la gente no lee libros, que hay rezago estudiantil, y al parecer esa convicción tan avasalladoramente antepuesta a nosotros nos hace pensar que no hay solución y que debemos ser parte del sistema.

Esa es la realidad que niegan: que como no pueden ver o imaginar otra alternativa, para sus adentros aceptan ser parte del sistema. Los que no lo aceptan, gritan abiertamente que hay que destruirlo.

Así funciona el mito del "sistema". Justamente porque el "sistema" (idea que creo que merece un estudio profundo del que carezco), "beneficia a unos pocos", y "no hay nada que se pueda hacer".


Yo creo fervientemente que es posible vivir en un sistema de mercado competitivo, y que podemos sanear las instituciones públicas. Podemos crear un Estado insignia del crecimiento y el bienestar social; es posible hacer que las políticas públicas sirvan a quien deben servir, y es posible que el gobierno se movilice con la sociedad antes que la sociedad se movilice contra el gobierno. Todo esto a través del trabajo duro e inteligente, de la lectura y la información adecuada, PERO SOBRE TODO, a través del diálogo, de la opinión formada, la denuncia abierta, y de tener la suficiente convicción como para alzar la mano en una tribuna cualquiera.

Si las personas no leen ni se informan, ni se interesan por los problemas que son informados en periódicos, revistas, gacetas académicas, noticieros y mesas de debate, es porque en ellos pervive la convicción de que no tiene caso lo que opinemos, porque no podemos hacer nada.

Yo creo que la forma más efectiva de cambiar el gobierno, es hacer el gobierno. ¿Por qué no ser los ciudadanos quienes sean los senadores o diputados? Es posible ser un empresario honesto y no estar beneficiado del compadrazgo. Un sistema como debiera ser, es posible, pero no es posible si las personas no creen que es posible ni hacen un esfuerzo por hacerlo posible.

En todo esto creo, y tal es mi convicción, que me atrevería a defenderla en mi blog, tanto como en las calles o en la vida cotidiana. Yo creo en la capacidad transformadora de los seres humanos. Y lo primero que debemos hacer es plantearnos con seriedad la pregunta: ¿qué se necesita hacer? El mundo no se cambia teniendo un trabajo normal, ni siendo una persona buena y normal, ni siendo parte del sistema.

Si lo piensan de esta forma (retórica, claro está), el Estado no establecería los medios para que el mismo se renueve. La idea de Estado parte del principio de estabilidad. La ley está conforme a la regla, y presupone un orden.

El objetivo, para mí, es cambiar el orden, primero teniendo convicciones, y luego, transformándolas en acciones. Sin miedos, sin recelos y sin desesperanzas.